El funeral se interrumpió en cuanto el cachorro le tocó la cara. ¡Lo que sucedió después es inexplicable!

La niebla que envolvía el cementerio se arrastraba por el suelo como si estuviera viva, ondulando en olas plateadas, como si la naturaleza misma estuviera de luto por la pérdida.

La mañana era pesada, el aire denso y permeado de profunda tristeza.

Bajo el cielo oscuro, entre las hileras de antiguas lápidas, se reunía gente vestida de negro, con los hombros encorvados y el corazón roto.

En medio de la procesión fúnebre se encontraba un pequeño ataúd blanco, símbolo de la inocencia arrebatada demasiado pronto.

Alina, la muchacha de ojos llenos de luz, con una sonrisa que derretía el hielo y un alma más pura que un arroyo de primavera, se había ido.

Su risa, que antes sonaba como campanas en la casa, ahora fue reemplazada por un pesado silencio.

Los sollozos de la madre desgarraron el aire, el padre permaneció allí, con los puños apretados como si intentara contener la tormenta de desesperación que rugía en su interior.

Parecía como si el mundo se hubiera detenido en ese momento.

Y de repente, de entre el espeso velo de niebla, como un fantasma de un cuento de hadas que hubiera escapado de otro mundo, apareció una silueta.

Era un perro grande, poderoso, de espeso pelaje negro y rojizo cubierto de escarcha, con ojos llenos de dolor y determinación.

Corría como si el propio viento lo impulsara hacia adelante, sin importar el suelo resbaladizo, las piedras o la gente.

Sus patas dejaron marcas en el suelo helado, como huellas del destino.

Corrió hacia el ataúd, hacia su Alina, hacia aquella que no era solo una amante para él: era el corazón, el alma y el significado de su existencia.

Cuando llegó, saltó sobre la tapa del ataúd, cayó sobre ella con todo su peso, presionó su hocico contra la madera y dejó escapar un gemido, tan desgarrador, tan desgarrador, que todos a su alrededor se congelaron, como si el tiempo se hubiera detenido.

 

 

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