Cuando la puerta se cerró tras la salida de Darío, la mansión quedó en silencio. Lucía, con lágrimas en los ojos, miró a Ramiro. ¿Por qué hiciste todo esto por mí? Él dio un paso hacia ella. No lo hice solo por ti, lo hice por mis hijos. Porque ellos no solo recuperaron la risa recuperaron la vida. Y yo también.
Los gemelos se abrazaron a ambos formando un círculo perfecto. ¿Ya no te vas a ir, mamá Lucía?, preguntó Bruno. Ella los besó en la frente con la voz temblorosa. Nunca. Esa tarde el sol iluminó los jardines de la mansión. Lucía llevó a los niños al césped y allí, guiándolos con paciencia, los ayudó a sentir el calor de la luz sobre su piel, el aroma de las flores, el canto de los pájaros.
Los gemelos extendieron los brazos y rieron. ¿De qué color es esto, mamá Lucía?, preguntó Leo tocando una rosa. Es rojo como el amor que siento por ustedes. Ramiro observaba desde la terraza. Su corazón, endurecido durante años se ablandaba con cada carcajada de sus hijos. Caminó hacia ellos, se inclinó junto a Lucía y por primera vez en mucho tiempo dejó que el silencio hablara por él. “Gracias”, susurró. Lucía lo miró y entendió que ya no eran dos mundos separados por la distancia social. Ahora eran un hogar imperfecto, pero verdadero.